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APRENDER A MANEJAR UNA BICICLETA- María José Medina Conde

  • Foto del escritor: STEFANNY SANTA BEJARANO
    STEFANNY SANTA BEJARANO
  • 4 ago 2020
  • 2 Min. de lectura

Gracias a la incredulidad y a pesar de todas las excusas que organicé previo a esa aterradora tortura, ahí estaba yo, tras ese enorme artefacto que lucía espeluznante a mis nueve años. Pasaron por mi cabeza todos aquellos escenarios hipotéticos que traía caerme en pleno recorrido y ser devorada por la tierra o peor, por las burlas de otros niños que habían aprendido a manejar una bicicleta mucho antes que yo.

Me imaginaba a mí misma en la copa de un árbol, extendiendo con impaciencia aquellas alas que nunca se habían sentido tan pesadas, para comenzar a revolotear con un ritmo desincronizado y torpe. Aquel que hacía estremecer la rama donde mis garras se aferraban con toda la fuerza que me otorgaba el terror de caer y nunca volver a volar.

¿Acaso esto está en el instinto de cada niño en la tierra y yo era el primer pez que nunca aprendió a nadar? Ya me estaba planteando todas esas situaciones y mis pies ni siquiera se habían movido un solo centímetro fuera de la seguridad del suelo. Por eso solté un grito cuando percibí un empujón en el asiento, aquel que me obligó a aferrarme a los pedales y rogar porque ese horrible artilugio, con solo dos ruedas, se mantuviera firme el resto del camino. O eso creí hasta que me caí.

Como un ruiseñor que apenas había desarrollado sus alas, yo era lanzada desde la cima para caer en picada mientras todo se movía en cámara lenta a mi alrededor: “lo sabía, lo sabía”. No dejaba de repetirlo en mi cabeza, ese vacío consumía mi estómago y las lágrimas estaban a punto de desbordarse. Sin embargo, en el último momento, cuando su pico estaba a punto de estrellarse contra la tierra, solo necesitó de su madre para volver a retomar el vuelo.

Todo lo peor ya pasó, con eso y un ligero corte en la rodilla que parecía necesitar sutura en la mente de una niña de nueve años, finalmente me armé de valor y, junto a unos gritos mezclados con histeria y euforia, me lancé de nuevo en el mismo recorrido hasta que aprendí a volar.



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